Dulce carne, puta carne, gloria de la carne –me dije –, mientras el quinto brazo acariciaba en dos el mundo. Me sentía gloriosamente arcaico, te sentía impúdicamente la felicidad. Penetraba el misterio, bailaba en los jardines de tu pubis: altos almendros, leves cerezos, graciosos nísperos. Vestí tu dulce carne, tu puta carne, Gatubela mía, mientras los claros clarines, las dianas diabólicas, anunciaban tu inocente majestad.
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Siempre he pensado que la verdadera patria es una de dos: o la muerte o la infancia.
ResponderEliminarEstimado Alexander: tenés razón, por eso, sigo siendo un niño pendenciero en este mundo de palabras.
ResponderEliminarSaludos!!
No sé, la patria más bien es el niño que debe nacer, y vivir, por vez primera.
ResponderEliminarSaludos :)
La patria, una idea, quizás un concepto, mi patria es un potrero, un árbol de guayaba, una multitud de ríos, es la lluvia con el día claro y soleado, las olominas y los cabezones, las manzanas de agua y rosa, los chapulines y la caña de azúcar, las frambuesas.
ResponderEliminarUna abrazo, Diana...
La carne, carné para la patria. Para un alma felina que en su arena nos sepulta. Y como toda nube, termina por precipitar el desasosiego que le verticaliza.
ResponderEliminarUn poema profundo, que desata los fuegos artificiales que alguna vez fueron ríos e ilumina la vida con esa pasión que lleva a las aves a besar el abismo, sin dejarse caer en sus prisiones.
¡Un abrazo Cristian!