DEFENSA
DE LA POESÍA
El momento de la Historia que nos ha
tocado vivir está marcado por la incertidumbre en todos los sentidos. Cuando
pensábamos que el siglo XX agonizaba y con él los grandes temores y catástrofes
capaces de minar la fe en la humanidad, no han surgido los puentes que
destruyan nuestros precipicios. Al contrario, resulta más difícil intuirlos,
imaginarlos. La incertidumbre parece abarcarlo todo: la política, la moral, la
economía, las nuevas formas de comunicación que paradójicamente han provocado
una mayor incomunicación… También las viejas utopías que parecieron realizables
y llenaron de ilusión a millones de ciudadanos se han desmoronado mostrando sus
miserias cuando han sido suplantadas por los hombres, añadiendo aún más incertidumbre
a todo lo que nos rodea.
Nuestra generación está marcada por esta
incertidumbre y creemos que es necesario hacer un alto en el camino,
reflexionar, mirarnos a los ojos, establecer una cercanía menos
artificial, más humana. La poesía puede arrojar algo de luz para alcanzar
algunas certidumbres necesarias.
“La poesía es un modo de ajustar cuentas
con la realidad”, ha repetido muchas veces el poeta español Luis García
Montero. Sin duda sucede así en los buenos poemas, aquellos que son capaces de
provocar emoción, de conmover, de hacer pensar, de llenar un vacío que nos
acompaña. “Deseo expulsar de mí cualquiera palabra, cualquiera sílaba que no
nazca de la combustión de mis huesos”, escribió el mexicano Ramón López Velarde
en 1916. Casi un siglo después, el poeta Joan Margarit trataba de explicar,
porque realmente se hacía de nuevo necesario, que el límite de la poesía es el
de la emoción.
La emoción no puede estar de moda. La
emoción es universal e intemporal. Y la poesía tiene que emocionar. Ante tanta
incertidumbre, para nuestra sorpresa, una gran parte de los nuevos poetas en
español se han adscrito a una tendencia tan experimental como oscura. Como
los hombres que rodeaban a Orfeo para escucharlo tocar su lira y de ese modo
hacer descansar su alma, asisten a las preguntas de nuestro tiempo tratando de
ignorarlas, entregándose al arte por el arte, renunciando a las preocupaciones
que conmueven a la gente normal, a las almas que buscan respuestas, que rozan
el milagro de la supervivencia y que se hacen preguntas, que sienten la
incertidumbre en sus manos y en sus aspiraciones. Esa reacción de los artistas,
de los poetas en particular, no es nueva. Los jóvenes siempre han tenido la
tentación de contradecir a sus mayores en un arrebato adolescente en busca de
construir sus identidades. En la poesía actual, ese camino supone oponerse a
quienes tanto han trabajado para que la poesía se entienda, se humanice, se
aproxime a la gente corriente. Si en la segunda mitad del siglo XX los mejores
poetas de nuestra lengua abandonaron las liras y las torres de marfil, la
poesía última, en busca de un nuevo camino, de una nueva actualidad literaria,
se ha subido a un pedestal. En esta tarea se han visto legitimados por algunos
poetas cuyos proyectos literarios fracasaron de manera estrepitosa precisamente
por abrazar el barroquismo gratuito y la frivolidad de la moda literaria. Ahora
buscan una segunda oportunidad elogiando lo que precisamente les condujo
al callejón sin salida de las palabras huecas.
Queremos mostrar nuestra desolación ante
esta dinámica que nos parece destructiva para la poesía porque conduce, de
manera inevitable, a su deshumanización. Admiramos a poetas a los que hemos
tenido o tenemos la suerte de conocer, como Ángel González, Jaime Gil de
Biedma, Gonzalo Rojas, Claribel Alegría, José Hierro, Luis García Montero,
Benjamín Prado (y los poetas de la conocida como Poesía de la Experiencia),
Juan Manuel Roca, Marco Antonio Campos, Jorge Boccanera, José Emilio Pacheco,
Mario Benedetti, Gioconda Belli, Oscar Hahn, Omar Lara, Waldo Leyva, Piedad
Bonnett… Ellos siguieron el camino, la tradición literaria de Rafael Alberti,
Antonio Machado, César Vallejo, el primer Octavio Paz, Pablo Neruda, Miguel
Hernández, Federico García Lorca, Luis Cernuda… Son muchas las lecciones que
pueden desprenderse de ese largo camino. Han escrito una poesía perfectamente
entendible, han procurado reflexionar sobre el mundo que los rodeaba tratando
de ordenarlo en un poema, han dialogado con sus fantasmas y con sus
lectores, estableciendo una comunicación imprescindible en cualquier género
literario, y han huido de las modas y de la actualidad poética, es decir, nunca
han escrito contra nadie, no han tratado de ser novísimos. Estamos convencidos
de que no se puede escribir poesía contra alguien, del mismo modo de que la
peor idea de todas es escribir un poema sin ideas.
Los
discursos fragmentarios, el irracionalismo como dogma y el abuso del artificio
han supuesto la ruina de la poesía en muy diferentes etapas de la historia de
la literatura. Han hecho tanto daño, que hoy la poesía está considerada como un
género difícil que sólo leen los poetas, porque sólo parecen entenderse entre
ellos como los habitantes de unas ínsulas extrañas.
Prueba de ello es el estado comatoso que
tiene el panorama poético en la mayor parte de los países europeos, algunos de
ellos con tradiciones literarias tan importantes como Italia o Francia. También
es evidente la marginación que sufren los libros de poesía en cualquier
espacio, ya sea una librería, un suplemento cultural, un periódico, una
biblioteca… Los lectores empiezan a alejarse peligrosamente de la poesía, entre
otras cosas porque cuando empezaban a intuir que se trataba de un género
accesible, que transmitía emociones, algunos poetas de las nuevas generaciones
están sembrando la oscuridad en la incertidumbre, eso por no mencionar las
poéticas del silencio.
Cuando un poema no se entiende, el
lector suele culparse a sí mismo, inducido por la idea generalizada de que el
poeta es un ser con una sensibilidad diferente, superior. Una idea tan falsa
como interesada. Si un poema no se entiende el único responsable es quien ha
tratado de establecer la comunicación. O bien no ha sido capaz por sus
limitaciones, o bien no lo ha conseguido porque no era su propósito, porque
sólo buscaba la erudición y el artificio, algo que está bien visto, que tiene
buena prensa y que provoca una palmadita en la espalda de la crítica, sumida en
gran parte en la misma torpeza. Si un poema no se entiende, por lo general lo
que sucede es que el poeta no ha hecho bien su trabajo. Los poetas somos
personas normales, con los mismos temores y preocupaciones que el resto de los
seres humanos, aunque tratemos de mirar con atención lo que nos rodea, buscando
lo que hay detrás de la apariencia, para después afrontar el acto de
incertidumbre que es escribir un poema que pueda arrojar algo de luz a la
realidad.
Por estos motivos, todos los inventarios
simbólicos artificiales que alejan a la poesía de su consustancial sentido
comunicativo no hacen sino ocultar una falta de latido vital o de auténticas
ideas. Los versos puros no necesitan disfraces ni simulada complejidad,
simplemente redefinen las peculiaridades de la realidad sin abandonar jamás la
atalaya de los sueños.
“Al lector se le llenaron de pronto los
ojos de lágrimas, / y una voz cariñosa le susurró al oído: / —¿Por qué lloras,
si todo en ese libro es de mentira? / Y él respondió: / —Lo sé; / pero lo que
yo siento es de verdad”. Este poema de Ángel González resume de
forma excepcional lo que entendemos como el milagro de la poesía, la
capacidad de transmitir un sentimiento gracias al idioma y a los diferentes
recursos que ofrece el género. Sin ese intento de transmitir emociones, de
llenar un vacío, de reflexionar sobre el mundo, de convertirse en mil hombres;
el poema está hueco, no tiene vida.
Hoy es necesario superar el artificio
estéril y soso, el poema que no dice nada, el poema que enuncia y enuncia y
jamás encuentra el sentido, la histeria por el experimento per se, la ingenua
búsqueda de una “novedad” que jamás se halló.
La poesía nace, como todo arte, de un
sentimiento humano universal como es el anhelo trascendente. Va mucho más allá
de los atrevidos juegos de estilo o las oscuras construcciones lingüísticas que
parecen facturados sólo para un selecto grupo de iniciados. La poesía ha
pertenecido y pertenecerá siempre a la humanidad entera, es un caleidoscopio
luminoso y claro que se adentra en los recovecos más recónditos de nuestra
conciencia. Nace desde un yo poético pero se remansa indefectiblemente en
el nosotros, creando ese espacio de comunicación universal que puede existir
tan sólo entre corazones humanos liberados de escudos y armaduras. La poesía no
encadena ni encorseta a su lector u oyente con fingimientos prefabricados o
yuxtaposiciones carentes de significado íntimo. Al contrario, la poesía nos
libera y nos reviste de nobleza, pues propicia la sensibilidad a los estímulos
del mundo exterior.
En definitiva, somos partidarios de una
poesía que formalmente incluso alcance el preciosismo. Pero creemos en una
poesía que además comunique, que diga algo, que porte sentido. Una poesía que
conmueva y, en el mejor de los casos, estremezca, cimbre, cumpla con el rigor
de lo poético que pedía Robert Graves, cuando se refería a la diosa blanca: “El
motivo de que los pelos se ericen, los ojos se humedezcan, la garganta se
con-traiga, la piel hormiguee y la espina dorsal se estremezca cuando se
escribe o se lee un verdadero poema, es que un verdadero poema es
necesariamente una invocación de la Diosa Blanca”. El poema entonces, también
es un dictado, un puente hacia lo otro, hacia lo más. Quizá Borges, mitad
con ironía, mitad en serio lo explique mejor cuando contaba lo siguiente: “Se
trata de una cita de Bernard Shaw. A éste le preguntaron: “¿Usted cree
realmente que el Espíritu Santo ha escrito la Biblia?”, y Bernard Shaw
contestó: “No sólo la Biblia, sino todos los libros que vale la pena releer.”
Es decir, para Bernard Shaw, el Espíritu Santo es lo que antiguamente llamaban
la Musa.”
Pero, a fin de cuentas, ¿la musa para
qué y por qué? Porque todo se hace para alguien, y la musa es la emoción y el
talento, una metáfora de la necesidad de comunicación que tienen todas las
personas, de sentirse comprendidas, de encontrar respuestas. Y también para dar
cuenta de nuestra existencia concreta, del aquí y el ahora, de la manera en que
participamos del mundo. Para mostrar la sensibilidad de nuestro tiempo, un
tiempo lleno de incertidumbre sobre el que la poesía puede seguir arrojando
algo de luz si los poetas quieren.
Seguimos creyendo que una de las
misiones de la poesía es enfrentarse al poder. Y el poder de hoy no hace
más que invitarnos al silencio, al fragmento, a las subjetividades ensimismadas
y a la pérdida de diálogo entre las conciencias. Queremos decirle adiós a todo
eso.
Hola. ¿Qué opinas de este poema? No es mío y conozco al autor sólo de vista. Lo puso una conocida en Facebook. Tu comentario me recordó este poema por lo de la emoción. ¿Va por ahí?
ResponderEliminarSANTIAGO
He aquí un pequeño niño
-lleva por nombre: “Santiago”-
que por cosas del destino
en “el hablar” es muy parco.
Cuenta casi los cuatros años
y aún no logra articular
más que unos pocos vocablos.
¡Muy pocos para su edad!
Pero un día exclamó: ¡”Abuelito”!,
con tal terneza en su voz
que, sin titubear afirmo,
conmovería al mismo Dios.
“Abuelo” tiene seis letras,
dos más que “papá” o “mamá”;
“abuelito”, ocho y genera mayor emotividad;
Porque el termino abuelito
por designio celestial
adquiere en boca de un niño
un acento musical.
¡Oh divino don del verbo!
¡Magia etérea!...acude ya
a los labios de mi nieto.
Dale la oportunidad
de charlar con otros niños,
sus maestras, su mamá,…
y expresar lo que el mutismo
le impide comunicar
Más si “Santi” no lograra
Superar tal situación
al igual que ahora, lo amara,
no por simple compasión.
Tan solo y sencillamente
porque es mutua vocación
de abuelo y nieto quererse
Sin que medie condición.
Autor: Guillermo Carranza Sibaja