jueves, 27 de septiembre de 2012

La poesía de Cristián Marcelo por Francisco Sierra

     Hablar de un poeta es tan sólo poner de manifiesto lo que tal poeta dice de sí mismo. Es tratar de expresar cómo la vida se nombra en él. La dificultad consiste en descubrir tras los gestos de lo cotidiano, las máscaras de sus ceremonias ignoradas; tras los miedos, el goce, la mirada, el fracaso o el exceso, reconocer su rasgo esencial, su palabra primaria, la caligrafía íntima de su propia contemplación.
     Las circunstancias espectaculares y la leyenda tejida en torno a Cristián Marcelo, esa figura excéntrica que paseaba su angustia y sus borracheras por los bares de los Desamparados y por otra parte, el luminoso opuesto del adolescente perseguidor de pájaros que se extasiaba en la contemplación del cielo y las árboles de San Jerónimo, han mediado, especialmente en el público costarricense, en la valoración de su obra. Con Cristián Marcelo ocurre un fenómeno curioso: todo el mundo habla de él. Muchos han leído sus páginas en prosa Las esferas de la memoria y Cámara Nocturna, también se ha visto representada su pieza teatral Isla sepulcral, obra valiosa por su sentido del humor altamente poético, pero muy pocos conocen a fondo su poesía, lugar donde el lenguaje de Cristián Marcelo alcanza su revelación más poderosa.
     El nacimiento, la infancia, la adolescencia, la sexualidad, la religión, la muerte, el idioma del paisaje, la leyenda, en la visión acelerada de un múltiple universo de símbolos conforman la esencia de esta poesía. Rebelión de las fuerzas vitales ante las formas que avanzan hacia su caducidad, música y memoria de un paraíso perdido en la niñez, gozo profundo ante los milagros y una constante búsqueda de la verdad inmutable del hombre, oculta en los mitos, los colores, los sonidos, las repeticiones eternas. Y que sólo se manifiesta a la luz de las palabras. Cristián Marcelo trata de aprehender los límites de lo creado, la belleza y el terror de vivir, por medio de una participación activa en ambos extremos. Se trata del "éxtasis de la vida y el horror de la vida" de que hablara Baudelaire. Y en esa travesía de opuestos, se cumplirá finalmente un acto de apertura y celebración.
 Situación histórica.
 Que en Costa Rica surgiera un poeta como Cristián Marcelo dentro de la década del 90 (Todo es lo mismo y no es lo mismo, San José, Ediciones del Café, 1994) aunque resulte extraño en un primer análisis no es más que la consecuencia lógica de un proceso inevitable. Costa Rica, a causa de su conservadorismo e insularidad, asumió más lentamente que otros países los cambios en la cultura y en las escuelas literarias. La literatura costarricense en general y la poesía en particular han tenido siempre un tiempo interno propio, un modo peculiar de aproximarse a los objetos y a los temas que trataba. Pero la aceleración de las metamorfosis ocurridas en el siglo XX no pudo serle ajena. En la década del 80 ya habían decantado los fenómenos de finales de siglo: la crisis del socialismo soviético, el fin de la guerra fría, las transformaciones sociales. Entre las dos instancias claves que predominaban en la literatura costarricense: el trascendentalismo y el minimalismo, se hacía necesaria una opción y ella no podía ser otra que el abandono de los problemas individuales y el intento de una comunicación que fuera compromiso con el hombre genérico. Esto es notorio en los poetas llamados de los ochenta o la generación de la caída cuyas preocupaciones básicas eran las cuestiones sociales —las teorías de Marx especialmente— y la indagación psicológica, sobre todo los descubrimientos freudianos. Pero lo psicológico era mirado desde fuera, como intento de dilucidar la génesis de las enfermedades de la civilización. De ahí que todos sus integrantes hicieran causa común con la ecología y algunos de ellos hasta se enrolaran en las filas de las ONGS. Desde luego, su obra fue el resultado de esta actitud. La poesía de Erick Gil Salas, por ejemplo, llena de tesis, antítesis y demostraciones por el contrario, lleva a la conclusión de que las especulaciones sobre lo que para el hombre representa cada cosa en relación con el tiempo, Dios o el conocimiento deben ser trasladadas a la circunstancia inmediata. Guillermo Fernández toma sobre sí el problema que preocupó a toda su generación: la elección entre la salvación del individuo y la salvación de la masa. Los primeros poemas de Jorge Arturo, reclaman justicia y defienden a los trabajadores explotados. Junto con estos poetas hay que considerar a Osvaldo Sauma, con su exceso de sentido común, a Milton Zarate, que odiaba toda subjetividad y a algunos otros que integraron esta generación del 80. A pesar de que muchos de ellos lograron valiosos poemas y una obra de importancia, todos tropezaron con la misma imposibilidad: la de conformar una imagen metafísica del hombre.
     Es evidente que cada vez que la circunstancia social ha obligado al artista y al poeta a respuestas inmediatas, surge a continuación el fenómeno contrario. Encerrado en esquemas masivos la eterna aspiración a "otra cosa" que hay en el hombre, va elaborando su apertura hacia ella, hacia esa zona que reconoce su infinito más allá de la cuantificación, hacia esa sustancia que no puede reducirse a lo genérico de la especie humana, sino que es el hombre en y por sí mismo. Si bien en esas circunstancias no parecía posible conformar una imagen metafísica del hombre, sí lo era volverse hacia los símbolos, al inconsciente, a la religión para elaborar una imagen mítica, en cuanto el mito puede proporcionar una respuesta a las constantes del ser, respuesta que conformase a la conciencia profunda y devolviera al hombre su individualidad perdida. Así surgió la generación que se llamaría de los noventa integrada por poetas como Joan Bernal, Alfredo Trejos, Minor González Calvo —único surrealista costarricense— el grupo octubre alfil cuatro y muchos otros entre los cuales Cristián Marcelo no sólo fue el pionero sino el más inventor de todos ellos.
 Los símbolos constantes
     En ese momento histórico en que los símbolos se convertían en meros signos de la experiencia, en una época que reclamaba del poeta cierto compromiso social, Cristián Marcelo trascendió el límite de lo inmediato, se apartó de lo social para reconocer el poder de las fuerzas movilizadoras de la vida, habló de la sucesión de ritmos que en el mundo se oponen y se corresponden y convirtió lo que descubría en una llave luminosa de conocimiento poético. Es notable que en más de una oportunidad haya sido un escritor de origen pagano quien quebrara esa línea de racionalidad en Costa Rica, que acudiese al inconsciente, a lo oculto, a lo universal para exponer su propia cosmovisión, como en el caso de Mario Picado, que partiendo de la relación del entorno con el mito se elevó sobre lo contingente para crear una conciencia de la raza.
     Se afirma que la poesía de Cristián Marcelo está cargada de metáforas. Insisto en hablar de símbolos, puesto que en muchos de sus versos no hay una mera comparación —antinómica o no— de dos términos como ocurre en la metáfora, sino que se dan series de relaciones mucho más complejas, que vuelven tangible y vívido lo que de otro modo resultaría esfumado o remoto. Alfredo Montero , crítico y exégeta de la obra de Cristián Marcelo, reconoce en ella tres tipos de símbolos: 1) los naturales, 2) los convencionales, 3) los privados. Los símbolos naturales son aquellos que pertenecen a la "realidad" y no a la "figura". Pueden ser usados por cualquier poeta, pero corresponde a cada uno el último afinamiento de significación. La luz —por ejemplo— tomada como símbolo de vida, la oscuridad como el mal, el ascenso como resurrección, el descenso como regresión o muerte. Mientras que las interpretaciones que Cristián hace de los hallazgos de Freud, de algunas claves del Corpus Hermiticum, de ciertos pasajes de la Biblia, constituirían los símbolos convencionales puesto que se apoyan en una aceptación común, así como sucede con sus frecuentes referencias a la astrología, las imágenes litúrgicas, la magia, la alquimia, la cartografía y las sagas regionales. Y los privados serían aquellos encontrados, descubiertos o inventados por el poeta y que forman coordenadas claves en toda su obra. De este modo, al asociar en virtud de una operación analógica unas cosas con otras, unos sucesos con otros, traslada los objetos comunes y las sustancias corrientes al lenguaje de las correspondencias: la cera es símbolo de muerte, representa la carne mortal; el aceite lo es de vida; la sal resulta significadora del nacimiento dentro del mar; las cuevas y cavidades —y aquí se aparta de Freud— no tienen connotación sexual sino que simbolizan las partes más recónditas del espíritu; las iglesias y las capillas se relacionan con la primitiva fe perdida; los cuchillos y las tijeras representan al mismo tiempo el nacimiento y la muerte, puesto que existe el corte del cordón umbilical y el corte definitivo de la existencia. La momia egipcia se asocia con las digresiones sobre la inmortalidad del alma. Los sastres simbolizan aquello que ata a los hombres entre sí y al mismo tiempo el sudario que será su última vestidura. Y por fin todo el camino de la vida es un túnel, semejante a la prisión prenatal. es una lucha desde las tinieblas por alcanzar la luz. Así lo expresa en La fragilidad del cuchillo: "Voy por el mundo con mi llaga,/ a pecho abierto llego a las casas,/ al regazo de los parques./ Tiene un gusto a mar en calma, a uno que dice nunca, quizás, quien sabe.../ Esta amarilla como un girasol,/ amarillo que agoniza". Con la imaginación vislumbra esa zona donde cada cosa ganará un lugar dentro de la luz. La existencia es una cárcel simbólica en la que podemos recrearnos con las pasiones transitorias que hallamos en el camino, pero que son sólo reflejos de la totalidad. En estos símbolos privados hay sin duda campo fértil, tanto para la investigación psicológica como para la exploración estilística. Pero cuando en 1994 apareció su primer libro Todo es lo mismo y no es lo mismo la crítica no investigó demasiado, sino que halló a su poesía difícil, irracional e indisciplinada. Cardona Peña la juzgó abstracta, como el discurso rítmico de un ebrio. Irma Castro la llamó "una peregrinación sin guía hacia el hospicio". Juan Roberto Calderón afirmó categóricamente que se trataba de material poético en bruto, sin control inteligente o inteligible. Resultaba difícil para ellos entender que Cristián, a pesar de haber conocido, asumido y padecido los descubrimientos de Freud y el marxismo, no teorizase sobre ellos como lo hiciera la generación anterior, que se apartara de Marx y que utilizara poéticamente algunos elementos del psicoanálisis. Que se nutriera en otras fuentes no exploradas por los poetas de los ochenta y que buscase antes de poetizar sobre la circunstancia inmediata, un equilibrio entre la actitud existencial y las fuerzas de mutación que actúan en el cosmos.
      Para Cristián Marcelo la poesía fue destino en el sentido que Hegel dio a esa palabra. Destino trágico, polémico, iluminado. Entendemos que el no reconocer este destino conduce a los reinos sin compromiso —o falsamente comprometidos— donde la poesía en función de otra cosa extravía su esencia. ¿Consiste la crisis actual de la poesía en el olvido o menosprecio de este destino?
     Cristián Marcelo da el ejemplo, no sólo de la distancia que el verdadero poeta establece con las modas, la política, los movimientos de superficie, sino que además demuestra que la poesía, aún la religiosa, no debe necesariamente situarse en un mundo de abstracciones, sino que puede nacer en la zona en que el hombre es uno con la tierra y el cuerpo. Y elevarse luego desde su condición carnal a su lugar de purificación y trascendencia.
    Sin embargo, estos cantos de alabanza no le impidieron al poeta sumirse en un destino de autodestrucción, el destino de un alcohólico empedernido que parece huir constantemente hacia la meta final de su aniquilamiento. Juzgar este hecho sería adentrarse en una contradicción que pertenece al terreno de lo psicológico. Sólo me atrevería a sugerir, que tal vez la cárcel de su ego, las limitaciones del medio, las pautas de una sociedad frívola hayan esposado su sed de libertad y que su yo auténtico no haya tenido la fuerza suficiente como para echar abajo esas barreras. Quizá su iluminación no bastó para alumbrar los intersticios de ese engranaje social, descorazonador y apabullante para el poeta. Pero es posible que en esta oposición entre ascenso y descenso, gozo y desesperación resida el daimon oculto y deslumbrador de esta poesía, prodigio que escapa a las digresiones y la especulación, poesía que ha descrito en tres tiempos, articulados en virtud de una armonía que trasciende la lógica, los dualismos de la insurrección y la reverencia expresados en el lenguaje de la creación más pura.

Lic. Francisco Sierra

Nota: En este día, buscando un machote para una carta de recomendación, me encontré este artículo que escribiera con tanto cariño, mi estimado Paco Sierra, sin duda, unos de nuestros más excelsos poetas. Lo publico ahora con la cercanía de la publicación de mi nuevo libro Corriente subterránea. Espero que sus palabras arrojen una profunda y desnuda luz sobre mi obra.

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