El
anacronismo es uno de los problemas que más interés ha suscitado en mi mente,
quizás, porque la literatura acontece en el tiempo sin ton ni son, una suma de
ocurrencias, imposible de asir con el arsenal metodológico de las ciencias
literarias. La existencia de la anacronía en poesía solo sería posible, si la
lírica evolucionara; si lo estético ideológico marcara instantes de luminosidad
o de umbría; si fuera posible afirmar que existen períodos lunares y períodos
solares, que las generaciones toman posiciones frente al fenómeno poético, a
veces de continuidad, a veces de confrontación. Por eso, es nuestro deber
dilucidar el desorden, ordenar el caos para reescribir la historia de manera
que fuese comprensible tanto para el sabio como para el bruto. La teoría de las
generaciones tan despreciada por inexacta, mecánica o ambigua, sirve de fundamento
para plantear algunas respuestas.
La anacronía es un
error consistente en confundir épocas o situar algo fuera de su época; es
aquello que resulta incongruente respecto a la época en la cual se presenta
(DRAE, 2010). En la narratología, Genette la define como la discordancia que se
produce entre el orden temporal de la fábula
y el del relato (Marchese, 1986) Pero ¿cuándo la obra de un poeta es
anacrónica? Si las formaciones discursivas se transforman y los estilos
regresan, si todos los poetas alrededor del mundo están escribiendo un único
poema. La realidad de la poesía es otra, pues toda obra está en el centro de
una sucesión de conjuntos estructurados y complicados como las poéticas y las
culturas dominantes y periféricas. Las formaciones discursivas que dominan el
panorama histórico siempre son intransigentes, tiránicos y dogmáticos; devoran
el espacio artístico y desechan todo aquello que no se ajusta sus cánones.
La anacronía estaría
sujeta al concepto de generación, es decir, al conjunto de personas que,
habiendo nacido en fechas próximas y recibido educación e influjos culturales y
sociales semejantes, adoptan una actitud en cierto modo común en el ámbito del
pensamiento o de la creación (DRAE, 2010) la generación es un complexo
materia-espiritual anterior a los motivos de carácter ideal (como las
ideologías). (Ferrater, 1999:1448).
Guillermo de Torre
propone una división temporal que considera ajustada a la realidad de los
hechos intelectuales: una generación de 20 a 35 de afirmación intransigente;
una generación de 35 a 50 de expansión y dominio; una generación de 50 a 65
años de anacronismo; y una generación de 65 años en delante de sobrevivientes. No
obstante, se prefiere plantear una nueva división temporal ajustada a nuestro
contexto: una generación de 15 a 30 años de afirmación intransigente, una
generación de 30 a 45 de expansión y dominio, una generación de 45 a 60 años de anacronismo, y una generación de
60 a 75 años de sobrevivientes. Se entiende que el sistema de preferencias es anterior a la
estructura producida (obra) y, más que a la estructura, importa cómo momento
anterior a ella: al proceso de producción. En otras palabras, es en el sistema
de preferencias donde se juega el proceso de decisiones que genera el mensaje.
Como tal, el sistema de preferencias es "inobservable" y en él el
investigador intenta establecer un orden, articular una organización de
relaciones abstractas de acuerdo a las técnicas de una teoría particular, en
relación a interpretaciones en vigencia, a la configuración del espacio social
en el cual la práctica literaria se realiza y el investigador se sitúa. Las
generaciones son un punto de partida para abstraer o articular el sistema de
preferencias (Mignolo, 34). En el caso de Costa Rica, se busca abarcar cuatro
generaciones que conviven en el mismo espacio cultural: primera postvanguardia,
segunda postvanguardia, primera transvanguardia y segunda transvanguardia.
Entre los quince y
los treinta años, se impone el periodo de afirmación intransigente cuando
aparecen un conjunto de obras con una ideología estética dominante o una
formación discursiva dominante. En Costa Rica, dado que la población de poetas es bastante reducida es
posible describir los diversos momentos en que una formación discursiva
dominante secuestra el espacio cultural e invisibiliza cualquier disidencia. En
los años sesenta y setenta la retórica que dominaba era la social. Los poetas
de la primera postvanguardia le prestaban atención a la historia y la vida
cotidiana, a la concepción del quehacer poético como instrumento político,
empleaban un tono exhortativo y vehemente para convencer a lector a tomar una
acción política, un lenguaje sencillo para llegar a mayor número de personas
(Rojas y Ovares, 2018). Dentro de esta generación se produce una ruptura que
tendrá su auge en las décadas de los ochenta y los noventa. Los vates creen que
la poesía tiene origen en los profetas y los cantos religiosos, se basa en la
supra-consciencia y no en la sub-consciencia, además de que es una experiencia
especial que trasciende la experiencia cotidiana del hombre. La poesía no es
circunstancial, pero está comprometida con todas las circunstancias, por lo que
debe llevar al hombre a un humanismo trascendental. Piensan que negar el
lenguaje figurado es negar la poesía, aunque el lenguaje figurado y el directo
se unen en todas las obras literarias (Alban et al, 1977) Esta rotura se puede
considerar el nacimiento de la segunda postvanguardia y lo que la caracterizará
es la lucha por imponer su modelo estético ideológico.
En la década de los noventa, se asiste al surgimiento
de la primera transvanguardia, una generación a medio camino entre la estética
comunicacional y la estética trascendentalista. Los poetas se decantan por la
poesía social o en último término por el objetivismo La poesía social se
remonta a la obra de Arturo Montero Vega y Jorge Debravo. El sistema retórico
que corresponde a este movimiento estético lo constituyen rasgos fundamentales
como la simplificación expresiva del lenguaje poemático, el empleo del discurso
coloquial, incluidos los giros y el léxico popular; la vehemencia y la
exhortación como recursos expresivos; cierto prosaísmo, que no llega a
abandonar, sin embargo, algunos rasgos vinculados con la poética tradicional
(ritmo, verso, rima); y en general un imaginario poético que recupera el
realismo como modo poético, lo cual hace que el léxico y otras estrategias
retóricas apunten a lo obvio y a la
evidencia del entorno inmediato. Así, la experimentación, la novedad a ultranza
y la elaboración de un discurso inusitado o de ruptura queda desplazado a favor
de una nueva concepción de la realidad y de la práctica literaria misma (Monge,
1992: 30-32). La poesía conversacional recupera el relato personal, la historia
autobiográfica frente al orden declamatorio, es así como teje y entrecruza
pequeñas historias personales, rechazando, también, las posibilidades de representación
colectivas. Existe una gran dosis de desencanto en una poética que ya no cree
en la función instrumental del lenguaje, ni en su capacidad de transformar la
realidad. Desde el punto de
vista de la construcción poética, se acentúa la indiferencia ante la tradición
de la poesía social que pretendía, como en la escritura debraviana, proyectar
al enunciador como conciencia y guía de pueblos, demiurgo que desde una
posición enunciativa demandante de la visión profética, pedía el espacio de la
orientación política y social. Esta
poética implica un necesario rechazo de los cánones estéticos modernos y una
recuperación de zonas marginales para la poesía (Rodríguez Cascante, 2006:
149-152).
Por otro lado, el trascendentalismo como corriente
estética se fundamenta en una oposición entre lo contingente y trascendente,
porque se piensa como un movimiento supra-histórico que llega a superar las corrientes estéticas, la mezcla de
géneros y la antinomia clásica entre lírica y épica. De modo, el discurso
trascendentalista se asemeja al discurso religioso en cuanto el
poeta-sacerdote-pastor debe velar, porque la doctrina o la ley no sean mal
interpretadas por los acólitos. Esta estructura religiosa permite dominar al
grupo de correligionarios, además de no consentir que se desvíen hacia otras
ideologías-estéticas, ni aceptar otras posturas que menoscaben los componentes
del sistema. La formación discursiva trascendentalista presenta el nivel enunciativo,
se trata de enunciados monódicos de carácter figurativo y abstracto; en la
dimensión representacional, se construyen espacios autónomos de condición
aurático-esencialista, donde es el aura de la condición estética, asociado a la
pureza de la “verdad”, el que se ofrenda como compensación superior a la
pérdida material (Rodríguez Cascante, 2006).
El trascendentalismo nos recuerda que
la poesía se construye de repeticiones de diversos estratos: repeticiones de
palabras, de frases, de versos, etc. Estas repeticiones deben estar montadas
sobre un lenguaje puro y figurado, en el que no cabe el lenguaje coloquial o
científico. El lector que se acerca a esta poesía se da cuenta que se cae en
cierto abstraccionismo poético, basado en la ubicuidad que se establece entre
el hablante lírico y la naturaleza. No obstante, el trascendentalismo es una
ideología estética que, en el conjunto de sus ideas, ha evolucionado creando
una distancia más amplia entre la poesía coloquial, la antipoesía, el
exteriorismo, la poesía política o comprometida; a pesar que sus fundadores
fueron integrantes se iniciaron como poetas de la estética social.
Para Francisco Rodríguez Cascante, la
formación discursiva trascendentalista se caracteriza por un abigarrado
lenguaje figurativo de carácter declamativo y abstracto, la abstracción
mediante metáforas herméticas. El trascendentalismo se afirma con un trabajo
acucioso de formalización enunciativa. La variante amatoria de esta formación
discursiva recurre a la declamación de enunciados monódicos de carácter
figurativo y abstracto, que pretenden expresar sentimientos íntimos de vacío y
necesidad en el plano representacional. Otra modulación del trascendentalismo
es su preocupación por el fenómeno metapoético. Dicha reflexión se desarrolla
mediante una escritura que mezcla los dos niveles de la poética trascendentalista
con elementos comparativos de la cotidianidad.
En la primera transvanguardia, es decir, la poesía que se enmarca entre las
décadas del noventa y dos mil, el presente poético es epigonal porque los
recursos de la retórica de la lírica moderna prevalecen por encima de otros,
especialmente varios de los procedimientos de la vanguardia, tal como la imagen
poética, la variedad del verso libre, el empleo del espacio en blanco en el
cuerpo del texto literario como significado, la supresión métrica y de los
signos de puntuación, la extrañeza metafórica, la extensión del verso, la
asimetría semántica del significante, el sentido del sonido polifónico, la
hibridación genérica, el choque textual, las novedades estructurales, los
quiebres de sentido, la disonancia, la polifonía, la polisemia, la destrucción
del yo en el poema, el sentido inverso de la metáfora, la importancia de la
sinonimia, el despliegue lingüístico, la superposición de planos, el cruce de
géneros, la abolición de la anécdota, la incrustación de rasgos narrativos, la
desarticulación métrica, el disparo léxico, la distorsión gramatical y
sintáctica, la alteridad, la ampliación y saturación del ritmo (Torres, 2020).
En la segunda transvanguardia se concurre al triunfo
de los algoritmos. Los poetas publican en redes sociales y luego en libros
físicos, en los que se observan un lento proceso de homogeneización de la
poesía en términos de lenguaje y de temas. Siguen el lema: “Nada de metáforas
sino la proyección más inmediata de lo real”. El poema es un objeto, un
artefacto. La poesía exige una búsqueda de precisión en el uso del lenguaje, el
desprecio por lo hermético, se concentra en la temática urbana y la crítica
social. El poeta es flâneur (paseante),
no es un mirón; no busca hallazgos literarios, no le interesan la elevación o
la profundidad como afecto de una lengua a priori ni como acotación de un campo
de lirismo concentrado; solo levanta un acta de lo que su mirada registra. La
poesía de las décadas del dos mil y dos mil diez se caracteriza porque la
palabra recupera su significado directo, denotativo; se desdeña lo histórico,
lo sublime y lo retórico; se enfatiza lo prosaico, lo narrativo y lo
descriptivo; se integra lo coloquial y los clichés. Destaca el sarcasmo y la
ironía en el lenguaje (Dobry, s.f.).
De este modo, se
distinguen tres formaciones discursivas dominantes en un período de sesenta
años. La poesía social coloquial sobresale entre las décadas de los sesenta y
los setenta; la poesía trascendentalista destaca entre las décadas de los
ochenta y los noventa; y el objetivismo de raíz anglosajona y argentina impera
entre las décadas de los dos mil y dos mil diez. En cada uno de estos lapsos,
se observan poetas que escriben fuera de la formación dominante. No obstante,
la anacronía poética se produce porque el/la poeta se inserta en una formación
discursiva dominante a la que no corresponde por la edad ni por el estilo de su
obra. Un caso de este problema es la obra de Elliette Ramírez, pues su poesía
debería pertenecer a la primera postvanguardia y la formación discursiva
comunicacional-comprometida. Al contrario, sus libros se insertan en las
décadas del noventa y primera década del 2000 durante la dominancia de la
formación discursiva trascendentalista y objetivista. Otros casos de
anacronías pertenecientes a la
generación de postvanguardia, las encontramos en poetas como Esmeralda Jiménez,
Juan Antillón, Fernando Antonio Leal, Francisco Mata, Leonardo Mora, Marcos
Valverde, Florencio Quesada, Mario Matarrita, William Garbanzo Vargas, Carlos
Bonilla. Cada uno de ellos se incrusta en un tiempo en que ciertas ideologías
estéticas subyugan el espacio cultural.
La anacronía se hace
más compleja debido a que crece exponencial el número de poetas, los medios de
publicación físicos y virtuales. La generación de la segunda postvanguardia nos
ofrece un cuadro de poetas anacrónicos: Cristy Van de Laat, Héctor Burke, Mario
Camacho, Adriano Corrales, Alexander Obando, Luis Corella, Silvia Castro,
Elizabeth Marín, Faustino Desinach, Klaus Steinmetz, Adrián Arias Orozco,
Eugenio Redondo, Axel Noffal Tassara, Ignacio Carballo Luján, Álvaro Mata
Guillé, Alí Víquez, Melvyn Aguilar, Paul Benavides, Luissiana Naranjo, Mario
Rodríguez León, Guillermo Acuña, Rocío Mylene Ramírez. ¿En qué sentidos son
anacrónicos estos poetas de acuerdo con las ideologías estéticas dominantes?
Estos se insertan en el núcleo y las fronteras de las generaciones entre el
momento de afirmación intransigente y el momento de expansión dominio. Esta
impronta en el espacio generacional crea una distorsión en el continuo poético,
de allí, surge que no se les pueda integrar en la generación que se encuentra
vigente. El caso de Alexander Obando es paradigmático en el sentido que él
decía pertenecer a la generación del 2000, cuando en realidad pertenecía al
segunda postvanguardia y su poesía tenía sus raíces en el imaginismo del Ezra
Pound.
Los poetas
anacrónicos no solo se encuentran presentes en la primera y segunda
postvanguardia, sino que también se hallan en la primera y segunda transvanguardia.
Un muestrario de la anacronía se inicia con Leonardo Villegas, Luis Fernando
Gómez, Fiorella Rivas, Seidy Salas, Alexander Anchía, Karla Sterloff, Mauricio
Espinoza, Angélica Murillo, Gustavo Arroyo, Selene Fallas, Gustavo Adolfo
Chaves, Miguel Castro, Eduardo Valverde, Juan Hernández, Fabián Coto Chaves,
Rodrigo Zúñiga Araya, Pablo Narval y Esteban Aguilar. Cada uno de estos poetas
publica su primer libro después de los 30, cuando el núcleo dogmático-ortodoxo
de la primera generación de transvanguardia ha publicado sus primeros libros. En
algunos casos, los poetas se acercan a las corrientes exterioristas y
conversacionales; en otros, se inscriben en el trascendentalismo ligth de las
décadas del dos mil y dos mil diez; y en los menos, copian los modelos
narrativos norteamericanos y argentinos.
En la segunda
transvanguardia se empieza a ver las primeras manifestaciones de la anacronía
poética, como el poeta Pablo Segreda Johanning. A pesar del pertenecer, a la
segunda transvanguardia, publica su primer libro después de los treinta, límite
que se ha establecido en la postmodernidad por los premios literarios y las
antologías para definir lo que se considera un poeta joven, y en nuestro caso,
cierra el período de afirmación intransigente. A partir del 2000, la poesía conversacional se
posiciona como un discurso poético contemporáneo dominante. Esta corriente
se define por el humor, la ironía y la provocación como recursos
literarios, pero no descuida la sensibilidad y la precisión necesaria para mostrar
detalles en los elementos más comunes y ordinarios que forman parte de la vida
cotidiana. La poesía más joven (la que escriben los chicos de entre 25 y 30 años) es
profundamente egoísta (casi egolátrica), y poco avezada en asuntos propiamente
estéticos. En términos generales es una poesía muy confesional, discursivamente
muy laxa, sin mayor elaboración estético literaria. No obstante, es el sistema
que impone el capitalismo. A menor profundidad o abstracción, mayores son las
ventas que esperan las editoriales de la “poesía”.
La anacronía se
inserta como una distorsión, como una anomalía en la formación discursiva
dominante, en sus momentos de afirmación intransigente y de expansión y dominio del espacio literario, léase
premios poéticos, difusión en festivales físicos virtuales, en editoriales y en
mercado total de la circulación del libro. La aceptación de un poeta anacrónico
dependerá de si ha sido capaz de generar un personaje literario, una imagen
estereotipada del bate, o de si pertenece a algún grupo que ha sufrido la
discriminación o la persecución de los grupos hetero-patriarcales europeos,
donde lo estándar literario no tiene ninguna importancia, sino la pertenencia a
alguna tribu o subtribu lírica. La condena de un poeta anacrónico estribará si
su obra se encuentra por un lado dentro de una formación discursiva dominante
anterior o de sí se enfrenta a la ideología estética dominante en su momento de
expansión o dominio.
Algunos críticos, sin
lugar a dudas, han renunciado a la categoría histórica de generación por los
problemas que presenta a la hora de escribir historia de la literatura. Pero
nuestra posición es diferente, más bien, busca plantear respuestas acorde con
el pensamiento científico. Dejar de lado las dificultades de la historia literaria,
solo demuestra falta de imaginación, de terquedad y una visión profunda del
fenómeno literario.